miércoles, 4 de agosto de 2010

ENCUENTRO CON LA VIOLENCIA 63

Estábamos en la selva amazónica, la más feraz del mundo. Moscos y animales nos rodeaban. Menos mal las culebras estaban en el río, y sabíamos que sólo volverían hasta la tarde. Cano me miró con ojos de cordero degollado. Parecía que todo lo que había hecho en su vida era un fracaso. Que ya no valía la pena seguir… Yo no sabía qué decirle. Estaba ahora encargado de poner las minas quiebra patas a la entrada de aquel sitio, que habíamos limpiado de selva, y tenía que llevarle a Matías las bombas, para atacar el puesto de policía del pueblito cercano, con el grupo que él comandaba.
Yo no supe qué decirle. Parecía muy envejecido, y el desaliento le invadía todo el cuerpo. Cuando volví a mirarlo para despedirme, me hizo un gesto extraño. “¡No te vayas!”, me gritó con furia. Quedé paralizado, y luego de un momento me le acerqué para calmarlo.
Él pensaba que yo podía ayudarlo. Me había visto leyendo “El libro Tibetano de la Vida y de la Muerte”, y pensaba encontrar en él una solución a su lamentable estado. ¿Qué puedo hacer, Rodríguez?, me preguntó Cano. Yo levanté los hombros y creo que le dije: ¡Nada! Pero él, que fue a la universidad y sabía algo del Dalai Lama, me inquirió: ¡Tú sabes cuál es mi salida! Y yo, sabía algo que aprendí con Rimpoché, el autor de aquel libro, y de una le dije: Qué sabes hacer fuera de estos menesteres de la guerrilla, y te diré lo que sé… ¡Nada, respondió Cano! Y esta respuesta me conturbó bastante. Me agarré de una rama, y me senté en uno de los troncos.
—Bueno, me dijo luego de un momento. Si hay una cosa para la cual tengo cierto talento: Matar paras, policías y soldados.
— ¡No puede ser! Tú estuviste en la Universidad. Tienes más bases que yo. Si quieres aplicar el conocimiento que tiene este libro que me has visto leyendo, vete a un sitio tranquilo, y mata, no gente de las fuerzas armadas, sino todas tus percepciones. Mata todos los planetas y las estrellas del cielo, por ejemplo, y como dice Rimpoché en el libro, disuélvelos en el vientre de la vacuidad. Mata el espacio de la naturaleza de la mente, mata la selva que tienes en la mente.
Bueno, el me miró asombrado. Lloró un momento tomándose la cara con ambas manos, y luego se internó en la selva. Parecía destrozado totalmente. Hasta caminaba como un viejo octogenario. En 21 días deambuló por toda la selva, regresando al sitio que habíamos limpiado, cada anochecer a meterse en su cambuche sin decir nada, sin mirar a nadie, olvidado de todo.
Él encontró en ese tiempo que su mente estaba confusa y acosada por la duda. A veces me comentó mucho después, la duda es un obstáculo para la evolución humana, incluso mayor que el deseo y el apego. Nuestra sociedad fomenta la inteligencia ingeniosa, basada en viejos principios marxistas, y celebra los aspectos más superficiales, hostiles e inútiles de nuestra lucha armada, basada en medios estúpidos, como matar. ¡Eso es lo que pasa! Se le oyó gritar un día.
Eso lo dijo, luego de que Matías el jefe del grupo, llegó con la noticia que el 20 de Junio del 2010 habían matado 10 policías y dos soldados. Pero que las elecciones no pudieron interrumpirse. Para todos, y por desgracia para Cano, un amigo del Imperio, era el nuevo presidente de Colombia. ¡Carajo!, dijo otro día, ¡estamos en nada! Evo Morales tenía razón: Uribe, el presidente saliente, era el Chapulín Colorado de los gringos. Por eso ganó el Imperio.
Cano, al cabo del tiempo, se presentó en el sitio despejado de la selva, los reunió a todos, y con gran arrogancia gritó: ¡La lucha armada sigue! No hubo poder humano para Rodríguez, este guerrillero que les habla ahora, reconocer que la meditación de Cano no le sirvió para nada. Pero yo si sabía, que la duda, de la que hablamos atrás, sirve en muchos casos para poner en su sitio el corazón humano. Amar fue lo que me quedó, luego de que me desmovilicé. Sabía que Cano no terminaría bien. Pero que yo podía recuperar mi vida, utilizando el beneficio de aquella duda, que abre la mente para hacer lo que toca, y sentir en el interior que podemos tener compasión por el otro, y sobre todas las cosas, por uno mismo, precisamente, para poder dar esa misma compasión a los demás.

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