viernes, 27 de agosto de 2010

ENCUENTRO CON LA VIOLENCIA 69

MORIR BIEN Y SIN VIOLENCIA
Soygal Rimpoché nos cuenta una historia en su libro tibetano de la vida y de la muerte, que vale la pena traer a cuento. Dice textualmente:
Permíteme que te cuente una historia que me contó la hermana Brigid, una monja católica que trabajaba en un asilo irlandés. El señor Murphy pasaba de los 60 años cuando el médico le anunció, a él y a su esposa, que no le quedaba mucho tiempo de vida. Al día siguiente, la señora Murphy fue a visitar a su marido al asilo y se pasaron el día hablando y llorando. Durante tres días la hermana Brigid vio hablar a la pareja de ancianos y romper con frecuencia en llanto, hasta que empezó a pensar si no debería intervenir. Sin embargo, al día siguiente los Murphy se mostraron muy relajados y serenos, cogidos de la mano y dándose grandes muestras de ternura.
La hermana Brigid detuvo a la señora Murphy en el pasillo y de preguntó qué había ocurrido entre los dos que justificara aquel cambia tan notable de comportamiento. La señora Murphy le explicó que, al saber que su marido iba a morir, repasaron todos los años que había vivido juntos y les vinieron muchos recuerdos. Llevaba casi cuarenta años de casados, y naturalmente sintieron una enorme pena al pensar y al hablar de todas las cosas que ya nunca más podrían hacer juntos. A continuación el señor Murphy redactó el testamento y escribió sus últimos mensajes a sus hijos ya adultos.
Todo ello resultó muy triste, pues se hacía difícil dejar de aferrarse, pero siguieron adelante porque el señor Murphy quería terminar bien su vida. La hermana Brigid me contó que durante las tres semanas que vivió el señor Murphy, la pareja irradiaba paz y una sencilla y maravillosa sensación de amor.
Aún después del fallecimiento de su marido, la señora Murphy siguió visitando a los pacientes del asilo, donde era fuente de inspiración para todos.
No hay que hacer un esfuerzo mental muy grande para conocer qué pasó, que cambió todo. Es fácil: el enfermo y la familia conocieron la verdad y resolvieron vivirla con serenidad. Aceptaron la muerte, porque todos vamos para allá, y resulta absurdo desconocer la verdad. Nada se saca. Y en cambio hacer de la muerte una despedida llena de cariño, como lo hicieron los Murphy, despierta entre propios y extraños una ternura y una compasión extremas, como las que sintieron todos en el asilo, junto con la hermana Brigid.
Hay que grabarse en la mente que todo en la vida es impermanente, todo se acaba, todo se transforma. Este texto lo escribo celebrando el segundo centenario de la independencia de Colombia, en el año 2010, sabiendo que en el primer centenario, en 1910, Bogotá tenía 100.000 habitantes, y ahora 7 millones. Con nuestros muertos pasa parecido, porque todos podemos hacer un balance de bajas, y un volumen de historias y recuerdos. Y nos damos cuenta que irse, no es preocupante. Lo que nos preocupa es lo que dejamos, lo que va a quedar. Quisiéramos que todo cambiara. Que la gente, como la familia Murphy, viviera abrazada con cariño, pensando que el adiós es más verdadero, más lógico, más cerebral, más rico, más cierto, cuando aprendemos a llorar lo mismo que a reír, de lo que es esta vida pasajera.

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