sábado, 14 de agosto de 2010

ENCUENTRO CON LA VIOLENCIA 64

Han transcurrido dos o tres siglos de la Revolución Francesa, que acabó con la monarquía, y con el hecho de ser los hombres y las mujeres, súbditos reales. Aquí en Colombia, hasta la Independencia, hace dos siglos, éramos súbditos, y nuestras tierras eran realengas, es decir, que el propietario de ellas era el Rey de España. Estábamos sometidos por los españoles puros y los criollos, descendientes de estos, para gobernarnos. En resumen breve: no teníamos tierras, éramos súbditos, y nos gobernaban los extranjeros. Éramos nadie, en resumen.
Al llegar la libertad con la Independencia, nuestros gobernantes ignoraron gran parte del tiempo el hecho de ser libres, y además, a los colombianos con sepa, ancestros y una cultura milenaria, eran nada. Los criollos españoles, (como Camilo Torres Tenorio), se hicieron al gobierno y no sólo se quedaron con las tierras, ahora propiedad privada de cada quién, sino que miraban lo propio como nos miraron nuestros colonizadores, es decir: el colonialismo Eurocentrista que miraba a Europa como la cultura para imitar. Lo nuestro no valía nada.
Dejaron de lado nuestra cultura milenaria, y fue hasta 1992, cuando tuve la oportunidad de entrevistar a dos paeces de Tierradentro, que sentí lo que es ser colombiano de sepa. Dejé mi ancestro urbano y miré la naturaleza como la miran ellos: la madre naturaleza. Es ese Dios interno que nos maneja con las nubes del cielo, las aves, las flores, los árboles, y toda la vida que tiene ella en actividad permanente, y que los habitantes de Bogotá olvidamos, por estar siempre entre edificios y calles asfaltadas.
Esa fue la cura que me inventé, luego de mirar los noticieros en la radio y la televisión, al término de los cuales termina uno con el alma echa un zurrón de ropa sucia. Salía y caminaba hasta pasar por debajo de un fresno florecido, lleno de flores amarilla. Y le decía al Eterno: ¡Dios mío, le amo y ya! Luego, le explicaba al Abba Padre que significaba el término: ¡Y ya! Le explicaba que así hablaba mi nieto Pablo de 6 años, cuando se le declaraba a su madre: ¡Mami, yo te amo, y ya! Significaba esa sabiduría de los niños, que no tienen letra menuda para hablar y explicar sus sentimientos. Es sentir de verdad y sin un mínimo de duda, expresarlo.
Cuando hablamos de violencia nos acordamos de eso que los infantes nos enseñan, sin arabescos, sin figuras bizantinas, sin socialismo marxista, sin medios violentos de lucha, lo que es el amor, dentro de una ideología transparente y lisa. Aquella que nos hace felices, con nosotros mismos y con todos los demás… Los resentimientos no existen, ya no se hacen suposiciones, ni se toma lo uno por lo otro, es lo que es… ¡y ya!
Cuando entenderán nuestros terroristas que el amor puro existe, y que la vida es sagrada, más allá de toda ideología. Y que la vida, además, es para ser feliz de verdad, sin camuflado, sin botas pantaneras y sin armas, y sin estar preso en la selva, y tener el alma en medio de la impermanencia, esperando el paso a la trascendencia de estar por fuera del tiempo y el espacio, en unión con Dios, como Él quiere que seamos: Hombres libres, sin atajos, sin heridas, sin otra cosa que no sea el espíritu del amor puro, permanente, sin término y siempre presente.
Hablando con mi nieto Pablo, del hombre libre, luego de examinar tanto nuestros derechos como nuestras obligaciones, llegamos a una parte que a él le interesó muchísimo: el interior. Ni idea que existía el interior me dijo. Y se puso a trabajar en ello. Encontró, me contaba luego, que allí tenía 11.000 vírgenes. ¡Es que me fascinan las mujeres! Pero son espíritus, sin traseros y pupuruchas. Ellas me saludan diciendo: ¡”Jey” Hítler! Y él les preguntaba por qué lo hacían, y su respuesta era que todas a una, pensaban igual a él, sin arandelas. Y había allí otras mujeres siempre, su extinta abuela, que él no conoció porque murió antes de su nacimiento; Lina Marulanda, una vieja chusquísima que se botó de un sexto piso; Zoila, en silla de ruedas siempre, porque nació con elefantiasis en los pies, y Noyud, una niña de Yemen de 10 años divorciada… ¿Todo eso?, le pregunto, y Pablo me dice con una sencillez increíble, que él ya tiene vida interior, y que lo acompaña siempre la música que transmiten todo ese montonón de gente. Es como un costurero permanente, sólo que sin chismes y habladurías.
Entendí, me dijo un día, que es verdad lo que dijo Gandhi: que el cumplimiento de las obligaciones, es lo que genera los derechos. “Y me despido, abuelo, porque ahora tengo que trabajar”. Le había sonado el BlackBerry y en la TV estaba su serie favorita.
Me iba a sentar con él, cuando salió como un volador sin palo… sonaban afuera de la casa unos gritos, y alguno había gritado: “¡Goooool!”.

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