Antanas Mockus dice que no podemos sentir odio por las FARC, sino indignación. Y tiene razón, el odio engendra más violencia. ¡Y violencia, no más! La indignación, en cambio, genera la actitud moral de repudio al terrorismo, desde lo ético. Es una actitud moral. ¡No más! Es lo que queremos decir los colombianos, cansados con la violencia terrorista, que lo que produce hasta ahora son muertos, destrucción, delitos de lesa humanidad, en fin: ¡No más!
Pero después de vivir 50 años en la olla, ¿qué nos podrá librar de seguir siendo indiferentes ante el terrorismo? Propongo una campaña, no política sino espiritual, para que los colombianos en general meditemos. Aprender a meditar como los orientales, para que esa actitud moral, a la que aludimos produzca resultados en los Territorios Nacionales y en la Costa Pacífica, especialmente.
El ejercicio de meditar sobre nuestra indignación, para que esta no se torne violenta. Y por el contrario, genere una actitud ciudadana en todos los rincones del país, de rechazo al odio. Volverle la espalda a Chávez, a Fidel Castro y a los terroristas; es un alivio, para quienes creemos que el odio se difunde más rápido que la paz. Claro, la indignación puede generar paz, cuando los medios masivos vean, que la actitud de la ciudadanía no les da rating. La publicidad en los medios disminuye porque no tiene oyentes ni televidentes como antes. Hay repudio total hacia el odio. Los actores del odio andarían de capa caída. La inversión publicitaria buscará otros medios, en donde se dé la normalidad que genera en la ciudadanía una indignación ética de repudio a los actores de la violencia.
Proponemos entonces la meditación como la única arma posible por lo simple. No requiere presupuesto. Sino generar una disposición de ánimo que la haga posible. Una indignación ética limitada a rechazar sin odio. Sobre el tema de meditar, pues no es fácil entender la mentalidad de la indignación paciente, pero se puede con paciencia. Y claro, el entrenamiento a meditar con Zen ayuda mucho. El fin es lograr un dominio de nuestro interior que nos permita vivir bajo el mando de nuestro corazón, allá donde tenemos escondido nuestro amor puro, el que está siempre presente, no importa el temporal externo que nos afecte externamente, pues este no puede modificar nuestro interior, ni afectar nuestras más íntimas convicciones. Ser la persona que es a toda hora, siempre, no es un problema imposible. Lo es, claro, cuando vivimos de lo externo, sin dominio de lo interno. Ser siempre lo que es uno, fundado en el amor puro, es la idea.
A propósito, ¿por qué a los Occidentales nos cuesta tanto trabajo encontrar el amor puro? Bueno, comparo el amor puro con la divinidad. Y vale el ejemplo: Brahma, uno de los dioses de la religión hindú, estaba preocupado al principio de los tiempos, porque los hombres éramos divinos todos, pero no sabíamos utilizar la divinidad. Un día se reunió con los otros dioses y resolvieron esconderla. Brahma apareció un día con la solución del problema. Llamó a sus amigos dioses y les dijo: Ya sé dónde voy a esconderla del hombre. La voy a esconder en su interior. Y se suponía que allí no la encontrarían para que no siguieran utilizando mal la divinidad.
En Oriente nos ganan en eso. Inclusive si miramos a Buda, descubrimos que Buda no es un dios. Fue un príncipe que se voló del palacio donde vivía, para conocer el mundo y claro, a los hombres: su pobreza, su amor por sólo lo material, la enfermedad, la muerte, la maldad, en fin. Él hace su espiritualidad como un negocio en que sólo intervienen dos personas: el hombre y Dios. Nadie más. Inclusive cuando morimos nos damos cuenta que Buda tiene razón: estoy yo, muriendo, y Dios. ¡Nadie más! No está ni la Cruz Roja Internacional, ni el presidente de la república, ni Chávez, ni Fidel Castro... en fin. ¡Nadie más!
El problema en Occidente nos viene del cartesianismo, con la frase: pienso luego existo. Es una frase de una individualidad que hoy, con el calentamiento global, nos hace decir: pienso, luego existen los demás. Existimos todos. Somos iguales todos. Todos tenemos el mismo final: Dios y yo, ¡nadie más! Pero todos, fundados en la divinidad del amor puro, siempre presente. Porque Dios es así: siempre presente, siempre igual.
Ese siempre igual es el que nos propone Antanas Mockus con la indignación. Puede ser difícil, pero no imposible.
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